Por Alexander Quiñones-Moncaleano
Colombia vive una eterna masacre. Y los que sufren este flagelo son los más vulnerables. No aquellos que viven en las grandes urbes sino los que viven en esos pueblos, caseríos, corregimientos donde el Estado es invisible o inexistente. Esos pueblos que viven en una pobreza visible y abrazadora. Cuantos colombianos han tenido que morir, o salir de su tierra para irse a sumarse a los cordones de miseria de las ciudades. Según ACNUR Colombia es el país con más desplazados del mundo. Pero antes de resolver este problema queremos resolverle el problema al vecino: Venezuela. Así estamos, llenos de muertos, de luto, a causa de las masacres que año con año nos asombran otra vez.
El Centro Nacional de Memoria Histórica tiene registradas 1.982 masacres sucedidas a lo largo de medio siglo de conflicto. Todos los actores han sido protagonistas en alguna de estas y es uno de los capítulos más importantes de la memoria del país. Y de las cuales no podemos olvidar. Son muchas. Y sean de manos de los paramilitares o los guerrilleros, el Estado es un responsable indudable, y en ocasiones cómplice.
Las masacres más recordadas y sufridas por los colombianos son quizá la de El Aro, la de Mapiripan, la de Bojayá, la de La Chinita, entre otras. Que no debemos olvidar y saber que hacen parte de nuestra historia de horror, terror y deshumanización. Colombia no debe olvidar nunca a sus muertos, dando cuenta por cada gota de sangre derramada, sin importar por cual bando del conflicto fue derramada. Miles de inocentes murieron, millones los desplazaron y aún hoy que vemos cambios de parte de varios actores armados sabemos que nos queda mucho camino por recorrer en este proceso hacia la inclusión y la no violencia.
Recordar las masacres. El Aro.
Hasta la mitad de los 90, Ituango fue un pueblo desconocido para los colombianos. Disimulado entre el abrupto relieve de la cordillera occidental y atravesado por el río Cauca, este municipio antioqueño, situado a 190 kilómetros de Medellín, se sostuvo en el anonimato a pesar de ser el centro de operaciones de varios los frentes de las Farc, entre ellos el 18 y 36, quienes, según cuentan sus pobladores, fueron copando su territorio desde inicios de los años 80. Durante años la guerrilla controló cada metro cuadrado de este territorio, pero a mediados de 1996 las Autodefensas Unidas de Córdoba y Urabá (Accu), al mando de los hermanos Castaño, llegaron al casco urbano con la intención de arrebatarles terreno.
Así, el 11 de junio de ese año los paramilitares dieron el primer golpe asesinando a cuatro pobladores en la cabecera urbana. Luego se dirigieron hasta el corregimiento de La Granja donde, tras tomar el control de la zona y ordenarle a sus pobladores cerrar las tiendas, torturaron y ejecutaron a cinco campesinos, a quienes señalaron de ser auxiliadores de la guerrilla. El plan de los hermanos Castaño era apropiarse, a sangre y fuego, de esa región estratégica entre los departamentos de Antioquia y Córdoba para el paso de armas entre el norte y el centro del país, así como para el cultivo y procesamiento de drogas en una zona donde la presencia estatal históricamente ha sido invisible.
Esas primeras incursiones eran apenas una advertencia de lo que ocurriría entre el 22 y el 27 de octubre de 1997 en un desconocido y alejado corregimiento llamado El Aro.
Durante esos días un comando paramilitar conocido en la región como los “mochacabezas”, realizó un recorrido macabro que empezó en el corregimiento de Puerto Valdivia, a orillas de la vía que comunica a Medellín con la Costa Caribe. Antes de llegar a El Aro, el grupo conformado por unos 200 hombres recorrió las veredas Puquí, Remolino, Puerto Escondido y Organí, donde asesinó a ocho campesinos. Algunos de ellos fueron torturados antes de recibir un tiro de gracia, otros fueron baleados y sus cuerpos abandonados a un lado del camino. Cuando pusieron los pies en El Aro, los paramilitares ordenaron a sus habitantes salir de sus casas y dirigirse hasta la plaza, y allí, entre gritos e insultos, continuaron el sanguinario ritual. El primero en morir fue el tendero del pueblo, Marco Aurelio Areiza, de 64 años. Los testigos dicen que después de amarrarlo a un palo los paramilitares le arrancaron los ojos, el corazón y los testículos. “¡Guerrilleros malparidos, se van a morir todos!”, gritaron los bárbaros y siguieron con la cacería. Aturdidos, los pobladores vieron como mataban a sus vecinos y violaban a varias de sus mujeres. Antes de marcharse, ordenaron a los sobrevivientes que se largaran del caserío y procedieron a prenderle fuego a las viviendas. Quemaron 42 de las 60 casas del poblado, asesinaron a 17 campesinos y obligaron a algunos de los sobrevivientes a arrear, hasta varias fincas del Bajo Cauca, más de mil reses que robaron en el camino. El plan paramilitar para sacar de su madriguera a la guerrilla ya empezaba a ponerse en marcha.
De nada sirvieron las denuncias que el abogado Jesús María Valle –oriundo del corregimiento La Granja y destacado defensor de derechos humanos–, había hecho a las autoridades regionales sobre el asesinato de campesinos en Ituango y la estrecha relación que sostenían los paramilitares con miembros del ejército y la policía que operaban en el pueblo. En declaraciones dadas a la Fiscalía Regional de Medellín el 6 de febrero de 1998, Valle Jaramillo dijo: “El grupo paramilitar sembró terror en Ituango. En un solo día había hasta cuatro asesinatos en la plaza en presencia de todos, de todas las autoridades, del Ejército y la Policía, y no había ni respuesta del gobernador de Antioquia, ni del secretario de Gobierno, ni del comando de la Policía, ni del comando del Ejército”. Y enfatizó: “De 1996 a 1997 (diciembre 31) fueron asesinados más de ciento cincuenta (150) ciudadanos de la región, entre ellos dirigentes de la acción comunal, campesinos humildes, dueños de tiendas comunitarias, profesores y transportadores”.
El 27 de febrero de 1998, veintiún días después de haber juramentado en la sede regional de la Fiscalía, Jesús María Valle fue acribillado por dos hombres y una mujer en su oficina, ubicada en el cuarto piso del Edificio Colón, en pleno centro de Medellín. Con el tiempo se sabría que los autores del homicidio pertenecían a la banda La Terraza, la cual ofrecía sus servicios a Carlos Castaño.
Por las masacres de El Aro y La Granja, en julio de 2006 la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) condenó al Estado colombiano por omisión y acción directa de los miembros de la fuerza pública, y lo obligó a reparar integralmente a las víctimas. Los campesinos de la zona han denunciado insistentemente que esas reparaciones nunca llegaron y que aún hoy, 19 años después de la masacre, continúan echados a su suerte en ese paraje olvidado, al que solo es posible llegar en mula después de recorrer siete u ocho horas de camino.
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