La Godorrea: patología del colombiano de bien. El idiota a nivel social
En consecuencia, se genera no sólo un círculo vicioso acompañado de una tendencia a empeorar, sino además limita la originalidad a la cual se refiere Doistoievsky en “El Idiota” a nivel social, que ante sus carentes brotes resulta siendo incluso señalada dada cada novedad. De manera que las perspectivas darwinianas se ven cuestionadas a través de una aparente involución, pues en Colombia no hay progreso alguno, no existen variaciones en nuestra conducta, porque le tememos al cambio, porque hay una obsesión per se hacía el status quo.
Por El Brico
¿Cuál será el peor mal que nos acongoja como nación? ¿En qué fallamos como sociedad?
En consecuencia, se genera no sólo un círculo vicioso acompañado de una tendencia a empeorar, sino además limita la originalidad a la cual se refiere Doistoievsky en “El Idiota” a nivel social, que ante sus carentes brotes resulta siendo incluso señalada dada cada novedad. De manera que las perspectivas darwinianas se ven cuestionadas a través de una aparente involución, pues en Colombia no hay progreso alguno, no existen variaciones en nuestra conducta, porque le tememos al cambio, porque hay una obsesión per se hacía el status quo.

¡Y es que Sodoma y Gomorra nos quedó en pañales! En lo que lleva del año, mutilaron los genitales del exguerrillero Dimar Torres quien resultó asesinado con las complacientes explicaciones de las autoridades y el gobierno como telón, acosaron y discriminaron tanto árbitros como jugadoras de fútbol de manera impune e inadvertida, las Angie Lorenas, Yulianas (Samboníes y Chirimuscayes) y demás niñas siguen engrosando los más de 21 mil casos de delitos sexuales ante los ojos atónitos de los indignados espectadores que aplauden el populismo punitivo y olvidan al día siguiente como si se tratara de una obra de Lars von Trier. Y es que hasta empalaron a un indeliberado perro, mientras se siguen pasando la bolita de la discusión de las corridas de toros con temor a que los sedientos de sangre patrocinadores de orquestas políticas tomen represarías propagandísticas y financieras.

Y es que acá en el país del sagrado corazón, el ejercicio Costo/Beneficio predomina la psique del colombiano promedio, y proyecta los raciocinios más arcaicos y bizantinos hacía la comunidad (por lo general, hacia el menos favorecido, el sucio, el diferente, el despectible). A esas digresiones me ha conducido la cotidianeidad de la tierra que me vio nacer, y es que son consideraciones carentes de razón, así como lo es pretender dividir el departamento del Cauca por color de piel en un país “pluriétnico y multicultural”, o como resulta el hecho de realizar escándalo porque un impecable jurista como lo fue Gaviria se declaró agnóstico dentro de un “Estado laico”.
Es muy fácil echarle la culpa al gobierno, a la corrupción, al castro-chavismo, a los uribistas, a la BBC, a The New York Times, y todo producto del modus operandi dicotómico colombiano por excelencia, que se nos enseñó a “pensar” y analizar desde pequeños. Ese dualismo instalado en nuestras retinas configura todo en blanco o negro, en bueno o malo, porque desde que somos fetos se nos cuestiona si somos vida o no, y salimos a encarar esta tragicomedia programados en tal sistema binario. Ah, pero eso sí, cabe aclarar que es mejor ser feto abandonado o agónico que adoptado por parejas del mismo sexo.
En consecuencia, se genera no sólo un círculo vicioso acompañado de una tendencia a empeorar, sino además limita la originalidad a la cual se refiere Doistoievsky en “El Idiota” a nivel social, que ante sus carentes brotes resulta siendo incluso señalada dada cada novedad. De manera que las perspectivas darwinianas se ven cuestionadas a través de una aparente involución, pues en Colombia no hay progreso alguno, no existen variaciones en nuestra conducta, porque le tememos al cambio, porque hay una obsesión per se hacía el status quo. Dice un allegado: “vamos en reversa, y lo peor es que vamos despacio”. Porque instintivamente tememos a lo desconocido, a lo nuevo, a lo diferente. De manera análoga nos sobrecogen las transiciones, los cambios y los clivajes nos resultan tremendamente traumáticos e indeseables. La zona de confort es nuestro hábitat por naturaleza y el conformismo, nuestro medio. Por lo mismo, el pertenecer a ese imaginario e indiscutible grupo de “colombianos de bien”, asimilado desde el siglo pasado, es la constante deseada.
Por todo lo anterior, he llegado a la conclusión de que la patología asociada a nuestros males resulta ser la Godorrea, porque “es mejor MALO conocido que BUENO por conocer”. Por ende, lo socialmente aceptable está dado por restricciones morales con pretensiones universales, porque un conjunto de ideologías justifican un sistema social predominante. Se comprende así, que la desigualdad social y económica resulta natural y aceptable, la violencia como método de control social es naturalizada, los acosos son culpa del acosado (y sobretodo de las acosadas) mientras cualquier tipo de movilización social es satanizada, y además irrumpe en la fructífera cotidianeidad de aquellos que no son vagos y solo quieren ir a verse con gente que produce mucho dinero.
Podría ser a causa de esta misma enfermedad que siempre elegimos a los mismos, y a los hijos de los mismos, y a los nietos de los mismos, llámense Pastranas, Gavirias, Lópezes, Gaitanes, Holguínes (por sólo mencionar algunos), sean o no sean Santos de su devoción. Una vez quemados éstos, siempre estará la opción del títere de “libre” elección. Y es que, en definitiva, en las elecciones (llámese alcaldía, gobernación, presidencia) toca irle “al menos peor”, sin considerar las alternativas, porque podrían ser aterradoras y lo diferente nos horroriza.
Por cierto, es desde pequeños que limitan y determinan nuestra conducta, tapándonos los ojos con blinkers pedagógicos como a los caballos, haciendo que cualquier ruido nos atemorice, para que quizás no resultemos desbocándonos, como un sacerdote cuando acepta el celibato como don peculiar de Dios, y termina siendo pedófilo. Desde el hogar hasta la educación superior, la superestructura a la que se refiere Helmut Dubiel no vacila en atajar la evolución y conductas humanas reduciendo así los procesos cognitivos de los niños bien. Es allí donde la Godorrea comienza a hacer metástasis. Infiltrándose en nuestro torrente sanguíneo y haciendo que con cada respiro derrumbe nuestro sistema inmunológico, reemplazándolo con otro tipo de autodefensas.
A todo esto es que nos contagiamos de manera exponencial, independientemente de las cuarentenas a las que seamos sometidos ante tal temor de lo desconocido. Las pretenciosas regulaciones de los comportamientos sociales, que llevan a continuos señalamientos, son tan sólo uno de los síntomas godorréicos, que a su vez desencadenan la violencia constante del colombiano promedio.
Según parece, la Godorrea se encuentra asociada a la Rabia, pero no es transmitida por mordedura de animales, sino por discursos políticos de “seres racionales”. También tiene que ver con la peste negra, pero trasmutada en un tipo de chauvinismo viral que ataca principalmente a las minorías, cuyos miembros son identificados como desviados, reivindicando a su vez la desigualdad dada su utilidad.
Así las cosas, la Godorrea resulta más molesta que el Chinkunguña, más letal que el Ébola, más contagiosa que el H1N1 y más irracional que el síndrome de las vacas locas. Lo más angustiante es que en Colombia nos encontramos en una etapa terminal e incluso pseudo-pandémica, en la que el sometimiento de la sociedad invade todas sus esferas, logrando una institucionalización de la misma. En últimas, la enfermedad que nos azota no resulta desconocida, sino interiorizada y por tanto ignorada, reclamando a gritos empatixicilina, hetorodaxol, solidaridameno y toleracimina.
Trepadores, así le llaman a aquellos seres que, apelando a un complejo de superioridad, se creen más que los demás y recurren al contraste para anular al otro, si el dice sí, yo digo que no, que vivo arriba y ellos abajo; que por este barrio hay más clase, sin definir que es clase; arribismo del rancio, de la vagabundería de creer que podemos dictar una norma cualquiera para pisotear a los demás, señal inequívoca, que a la postre todos somos iguales.